viernes, 15 de julio de 2011

Nunca digas nunca, pero nunca digas siempre.



A veces hacer resignar a alguien es salvarlo. Es hacerle dar cuenta a la persona que valoramos que no importa cuánto esfuerzo haga, que muchas veces por lo que lucha no vale la pena, que lo deje ir y que si nunca fue es porque es mejor que así sea. Que hay más, que tiene una venda y que no puede ver lo que tiene, que a veces hay que resignarse y disfrutar. Otras veces, hacer resignar a alguien es hacer que muera, hacer que cierre ese libro, que se despida de la última página, que se rinda ante la historia por la cual está luchando, por lo que quiere. A veces eso es lo único que desea y su único incentivo. Y creeme: nadie, nadie quiere morir en vida, nadie, nadie quiere caminar lleno de cenizas sobre sí mismo. Llenarse los pies de espinas y no podérselas quitar. Nadie quiere cargar con eso. Nadie quiere sentirse defectuoso. Nadie quiere vivir por vivir, despertarse sin ningún objetivo, permanecer con los ojos abiertos porque es lo único que queda. Permanece fuerte: nunca digas nunca, pero nunca digas siempre...

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